En la
entrega de ayer hacía referencia al propósito que todo Gobierno, de cualquier
nivel, tiene en el ámbito de su acción
social. Desde luego, vale recordar la ineludible responsabilidad de ofrecer
condiciones de paz y seguridad a sus ciudadanos, basados en los principios de
libertad, justicia y en el marco del
Derecho.
Hoy quiero
señalar sin que apunte a una dirección partidista, pues sé de buena fuente que hay muchas voces
y pieles finas que el sólo hecho de mencionar gobierno se sienten aludidas y
ponen el grito en el cielo como si se estuviera incendiando el establo. A lo
que voy es que en los cenáculos del Poder existen, como todo en la vida,
niveles y que quienes no están preparados para ver la realidad real, válgame el
pleonasmo, generalmente los que están en la cima piensan que es un insulto, una
provocación que se hable del ejercicio
de éste y no se destaquen sus atributos más aplaudibles. Por supuesto, el interés de este artículo es
otro. Sin embargo, agrego que para cualquier sistema de gobierno es preferible
estar al pendiente de lo que digan las plumas críticas que estar escuchando a
unos bolsones zalameros cuya única
gracia es agacharse y estar lanzando toda laya de carantoñas a los detentadores
del poder para así seguir sus miserables vidas gusanientas.
Procedo
entonces a retomar el tema que compartiré con ustedes, amables lectores. Todo
gobierno que se precie de serlo, debe contar entre sus filas con un elemento
por demás indispensable: liderazgo moral. ¿Qué implica esto? Nada más y nada
menos que la congruencia entre lo que promete y cumple: si no se tiene éste,
entonces caemos en lo que se conoce como PODER y podría devenir en un poder absoluto,
inatacable, producto de una imposición,
un por mis pistolas, por que mando yo; en otras palabras, el uso y abuso
del PODER. En este contexto, se cometen
una interminable hilera de errores, porque no se escucha a la sociedad, no se
atienden reclamos y los resultados del accionar público son más que elocuentes.
Ante estas circunstancias no se puede pedir apoyo a programas sociales, pues se
carece de lo básico. Cuando el Poder no
está íntimamente relacionado con acciones morales, orientadas al bien común, la
participación ciudadana no se aprecia,
¿a quién le importaría ser activista social, cuando observa que a su
alrededor se aplica la política del desprecio? Cuando a nadie le importa
canalizar apoyos a grupos vulnerables y sí, en cambio, a perpetuar la ignominia
y la soberbia. El solipsismo oficial es incontestablemente soez. Habría que
reflexionar hondamente en el asunto, porque los que usufructúan el poder
actuarán con tal desparpajo y como lo dijo alguna vez un estudioso de la
comunicación y sus efectos, se trata de
Joseph T. Klapper, quien adviertía que “en todos los seres humanos existe la
tendencia a ser receptivos sólo a aquello que se ajusta a sus intereses y
opiniones e ignoran lo que les es contrario”.
Ahí se lo
dejo, mañana seguiré con el tema.