En las
reuniones de café he escuchado con gran insistencia el tema de la
responsabilidad y obligación que tiene el Estado en la prosperidad y desarrollo
social. Muchas voces coinciden en que el Ogro Filantrópico debe abrirse al
escrutinio y a la aportación de propuestas que enriquezcan su gestión y
particularmente la mejoren para lograr sus propósitos.
Hay autores
de la ciencia política que afirman que el principal reto de un gobierno es
promover la paz y la seguridad de los ciudadanos, al tiempo de velar por el
bien público temporal que los incluye a todos en determinado territorio y para
lograrlo debe apoyarse en el Derecho y la Justicia, si éste se logra, entonces
estamos siendo testigos de su
justificada presencia en la vida de todos. En caso contrario, se convierte en
una rémora para alcanzar niveles de crecimiento económico insospechadamente
interesantes.
¿A qué viene
todo ello?, simple, a reflexionar sobre
el sentido y las políticas públicas que los gobiernos de cualquier filiación
partidista y nivel de gestoría tienen ante los ciudadanos que los escogimos
para encargarse de la procuración del bienestar colectivo. Quienes no cumplan
con esa función, básicamente deben abandonarlo.
Sin embargo,
a fuerza de ser sinceros y objetivos, hay elementos políticos y culturales que
juegan un papel preponderante para que muchas de las asignaturas pendientes en
la agenda pública no se lleven a cabo. ¿Cuáles serán, particularmente, en
Tamaulipas y sus respectivos municipios?
Empezaría
diciendo que el nivel de corrupción que permea a todas las instancias, la falta
de un plan concienzudo y medible de sus acciones, el populismo que enrarece los
discursos y falsas promesas que se rocían en sus actividades cotidianas y que
no aterrizan de manera palmaria en los distintos sectores; además, la falta de
congruencia entre el decir y el hacer; el descompromiso social, producto de una
cultura light y comodona, la carencia de los instrumentos de la rendición de
cuentas y la transparencia de los recursos y por si fuera poco, el obsesivo y
ambicioso anhelo de poder, de arrebatarlo, de pelear para acabar con los
propios enemigos que el régimen mantiene y solapa. Todos estos escollos son los
que tienen a una sociedad harta y malditamente harta de estos prevaricadores y
sinvergüenzas, quienes tal parece que disfrutan con que se les endilguen esos
epítetos, ya que se pasean cachetonamente entre los pasillos del poder
palaciego y hacen como que hacen… peor aún, insultan no por su actitud
soberbia, no, claro que no, sino por su miserable y arrastrada zalamería a los
de arriba para mantener sus posiciones genuflexas. Por eso estamos como estamos.
Espero que estas líneas aporten alguna traza al debate público y muevan a tomar
acciones que ubiquen al Estado en sus límites jurisdiccionales para no lamentar que se convierta en
receptáculo del poder omnímodo, algo así como decía Luis XIV de Francia, “L'État,
c'est moi”, el Estado soy yo.
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