viernes, 9 de noviembre de 2012

DEPREDACIÓN OFICIAL



Mucho se dice y se ha escrito sobre la democracia, el abuso del poder, la corrupción desmedida, los privilegios fiscales, el uso de la ley con criterios mercantilistas, selectivos y rayanos en el descaro y la soberbia institucional.
 También hay  otros que advierten que en todo gobierno existe la prevaricación de innumerables funcionarios y servidores públicos, que encuentran en sus cotos de poder la forma de embolsarse unos centavos y amasar fortunas a pesar de la posición que detentan y la cual debieran utilizar a favor de las clases sociales más desprotegidas, cosa que no hacen.  
Sin embargo, habría que decir que aun cuando todo esto es tan ofensivo como censurable, la sociedad en su extensa concepción no ha jugado, hasta ahora, al menos en la entidad, el papel extraordinario que le toca; quizá por indolencia o comodidad, cualquiera que sea la razón, lo cierto es que para que las cosas cambien, es menester la eclosión ciudadana, la crítica contestataria, el reclamo de lo que se ha birlado, el señalamiento puntual de las injusticias que se cometen, si no se atiende a esto, difícilmente alguien podría ser recibido por las instancias correspondientes. Los medios de comunicación, por lo general, son copartícipes del deterioro económico, moral y educativo de la sociedad y no muchos de ellos, contribuyen a generar las condiciones para que se perpetúe el status quo.
En este contexto quisiera recordar una frase del escritor británico,  Gilbert Keith Chesterton, quien cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo.
El llamado “Príncipe de las paradojas”, decía:  “No puedes hacer una revolución para tener la democracia. Debes tener la democracia para hacer una revolución”.    Supuso el literato que, ante todo, el poder debe estar fincado en el pueblo, en la sociedad, a fin de que los cambios sustantivos que se quieren establecer para fortalecer el tejido social sean verdaderamente efectivos y obtengan una respuesta asertiva de las autoridades en sus distintos órdenes jurisdiccionales.
Conviene decir que a fin de alcanzar el singular y deseado Estado de Derecho, resulta de especial trascendencia que los ciudadanos se armen de valor y exijan lo que les corresponde en estricto sentido, porque está más que claro que la quejumbre y la inacción provocan el arraigo de conductas reñidas con la moral. Ejemplos sobran, por eso es  urgente buscar las formas de detener la depredación institucionalizada. Aún hay tiempo, se puede procurar el interés público, por encima del partidista o empresarial.



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